domingo, diciembre 02, 2007

La planta loca

La planta loca.

La planta loca, silvestre, primero fue semilla volando al azar del viento. Botando, botando y rebotando entre la tierra, bruma y lodo, muchas noches oscuras, hasta que cayó en su lugar, y qué lugar, no podía ser cualquiera. Antes preferiría morir.
La planta loca, fuga al viento, desobediencia de la lógica, guardaba su periodo previo en capullos de acero, en sonajas mágicas en un chu cu chu de acuerdo al viento que la estremecía. Era tan frágil. Cualquiera hubiera apostado a que no sobreviviría. Pero ahí estaba, bailando con la música que nadie escucha, melodía celestial. Chu cu chu, chu cu chu, sombra desconocida, y en apariencia inerte, de Dios. Chu cu chu cu chu resbalando por sus tallos erectos. chu cu chu chu cu chu, bailarinas del silencio.

La planta loca se sabía ella desde antes de ser la hermosura que ahora se levantaba al sol de la tarde. Se sentìa hojas, flores, fanerógama, desde antes de que alguien la catalogara, existía desde siempre, antes que nadie la nombrara. Era una canija amante de la libertad, y sin embargo, necesitaba a todos. Arriesgaba su existencia en cada tormenta, en cada golpe del azar. Cuántos poetas había contemplado. Al poeta sol, a la gran poetisa agua, al poeta frijol, a la máxima poetisa: la Tierra y a los que no alcanzaba a nombrar. Ella misma tenía alma de poeta, y por eso algunos la llamaron la Planta Loca. Qué más daba, podían llamarla como fuera, incluso despectivamente, eso tan sólo despellejaba un poco su alma sedienta de cariño, pero no la rendía ni la secaba, al contrario. Creían humillarla, pero tenían razón, era una planta loca, loca, loca.

Desde niña, con sus primeros pétalos, nunca cerró sus flores ni en las peores tormentas. Tampoco abría sus manos al amanecer, sino que despertaba tres horas después y el sol de todas maneras la esperaba para acariciarla con amor. También la castigaba con la luz cenital que le quemaba su delicado cuerpo.

¡Qué importaba! Sabía que la estimaban la malva, el floripondio, el tepozán y las plantas agrestes de la montaña entre cuyos terrenos se atrevía la planta loca a aposentarse.
No tenía más historia que esa, entre los campos de la tierra mexicana, junto al nopal, el agave, las rosas y las azucenas. Y aunque nadie la cortaba ni se fijaba en ella, era mejor, así vivía más a gusto. Muchos humanos estaban sedientos de fama y de dinero, matarían si fuera preciso por lograrlo. Ella no, estaba contenta así, pasando desapercibida a las miradas intrusas, gozando de sus intimidades secretas. Entregada a sus amigas la hierbabuena, la hierba verde, el diente de león, el epazote y el amaranto.

Ella era así, había que aceptarla, sin historia, sin grandes aventuras. Y a la vez con vivencias profundas, sustanciales. El viento, el sol, las fuerzas oscuras y magnéticas de la tierra, el color de la luna, los eclipses de los que nadie se enteraba, la fuerza de los astros, el poder del oxígeno y del hidrógeno mezclados en la hermana agua, el calor del fuego que ya de por sí ardía en sus entrañas, la sabia blanca que corría por sus venas, su configuración geométrica cantando al cielo, sus pistilos, sus pétalos, sus órganos sexuales, su olor tirado, regado para todos. Eso era ella. Qué importaba que nadie se atreviera a hacerle un estudio que apreciara sus cualidades. Para los que la veían sin clavarse ella era simplemente la planta loca, la pinche planta loca. Qué importaba si a cambio, sus amigas las nubes, le hablaban desde el cielo bañándola con el líquido santo de sus gotas. Ay, nubes viajeras, buscando en todo el mundo siempre lo diferente. Amigas con maleta distante, con agua del Egipto, guardando tempestades, odio y quién sabe qué más. Esa agua depositaban en su cuerpo, cómo no estar loca si había probado todas las locuras.

También sentía de la tierra y la atmósfera su mortal sufrimiento: aerosoles, abonos químicos, cemento asfixiante, la iban eliminando poco a poco. Cielo y tierra sumaban su dolor para que la planta loca los expiara. Llanto del fuego apagado, el viento le contaba cómo lo envenenaban para que ella por sus alvéolos purificara el sacramento de nuestra fe. Planta loca, silvestre, sabía bien que los demonios no existían, había captado que sólo polvo de estrellas armaba nuestras vidas, sabía muchas de las tiradas del azar posible, cancelaba toda ilusión malvada, calmaba la furia de los mutantes que parecían normales, cimbraba a los lentos, liberaba a los poseídos, era amuleto, pócima y amor. Oración natural, salmo glorioso atestiguando la esencia de las religiones.

Los ojos humanos estaban lejos de esta simple planta, ellos siempre querían la flor más hermosa del jardín, sin darse cuenta de cuán bella era esta. Pero la planta loca seguía sonriendo. Magnánima se erguía sobre la putrefacción, arriba de las tumbas. Eso sí era verdad. Vida.
Planta loca, la noche y el día junto a su cuerpo, y ella siempre sobria esperando lo maravilloso, rolando sus semillas junto a los locos de este mundo. Para éstos ella era su bendición, su santo, su demiurgo, su descanso, su llamada de la selva.

Salve para la simple planta loca y silvestre. Que algún niño se preocupe por ella, y si no, de todas maneras vivirá.

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