Georgina, la bella y hermosa Georgina, estaba preparándose para ir a la escuela. Sus calcetas blancas, su uniforme bien planchado, el cabello escrupulosamente peinado. Era delgada, muy delgada, rubia, pero de ese rubio amorenado por el sol de barrio. Sus dientes parejos y su sonrisa perfecta. Era la más aplicada de su salón. Entre tantos ñeros, mugrosos y apestosos, a veces parecía como un ángel. ¿O lo sería de verdad ? Caminaba despacio, despacio, y a veces, por la forma de la luz al caer la tarde, parecía que trajera un aro luminoso. Era la alumna consentida de la maestra Blanquita, motivo de orgullo y gallo de pelea en las batallas escolares. Los dos años que había sido su alumna, e iban para tres, se había esmerado en su formación más que en la de cualquier otro. En las ceremonias casi siempre era La Coquis la que estaba al frente, lista para leer la vida de algún héroe de la patria o para declamar un poema. Ese era su fuerte: declamar.
No dejaba de ser notable que en una escuela del gobierno y además enclavada en una colonia popular se impulsara entre los niños el arte de la declamación, y a los que les gustaba, los maestros los tomaban bajo su tutela, y dedicaban espacios exclusivos para enseñarles a hablar en público, manejar el cuerpo, ademanes, expresiones y giros de la voz. Además les daban a leer a los poetas clásicos de la declamatoria popular tomadas de esos textos de a tres pesos que traían las cien mejores poesías o de las del libro de El galano arte de leer. Quizá antes, la Secretaría de Educación se preocupaba un poco más por sus alumnos o quizá por iniciativa de los maestros, o quién sabe, el caso es que esto pasaba en esa benemérita escuela.
La linda Coquis venía a ser la reencarnación de la poesía, ella misma era una musa para muchos de los chamacos. Ahora venía otro concurso y Georgina era llevada al salón especial, al auditorio en donde les enseñaban cómo declamar. Ella estaba feliz, saldría de la rutina diaria de las clases. Claro que también había sus dificultades, como tener que aprenderse de memoria larguísimos poemas llenos de palabras desconocidas. Al principio, el reto parecía enorme, pero conforme Georgina iba repasando, repitiendo, marcando con su propio cuerpo el significado de las palabras, las cosas se iban aclarando. Poco a poco ingresaba al mundo de la literatura, a su cosmogonía, vivía en sus propias leyes. Era otra atmósfera, otro mundo, se le hacía como en ese cuento de Supermán, en donde el héroe se metía en una botella donde habitaba gente que tenía su propio mundo, todo dentro de un garrafón.
Georgina comenzó a descubrir lo que las letras eran, la magia del lenguaje hacía su efecto. Las palabras le brotaban por doquier, era un manantial que manaba letras las cuales ella misma ignoraba que habitaban su cabeza. Aparecían juegos de palabras en sus labios, asociaciones inesperadas, que ocupaban el primer lugar en su hit parade, experiencias grafológicas vividas al escribir los trazos de las letras sobre su cuaderno forrado con estampas de Walt Disney. Hacía caligrafía con cada letra gozando de sus formas.
El periódico de un maestro estaba sobre el escritorio, hablaba mal de una huelga de médicos en el país, Coquis tenía sobre sus piernas el libro con la poesía de Amado Nervo: “Los niños héroes de Chapultepec”. Era septiembre y el concurso de zona estaba cerca. Los primeros versos dejaron volando a Coquis, qué lenguaje, qué imágenes, le parecía ver todo como en una película, la sangre se le inflamaba al imaginarse la gesta de esos chavos apenas un poco más grandes que ella. Y aunque el otro día, en una fiesta, uno de sus tíos ya tomado, dijo que lo de los niños héroes era puro cuento pa’ calmar el dolor de la derrota inmensa, de todas maneras, Coquis sí creía en la historia de esos niños, y con las palabras de Nervo recorría el campo fértil de la imaginación y como renuevo cuyos aliños un viento helado marchita en flor, su cuerpo se llenaba de frío y veía caer a los niños bajo las balas del invasor. Su tío estaba mal, cómo iba a ser cuento aquello, ¿ acaso no habíamos perdido la mitad de nuestro territorio? Su tío estaba mal, no sabía nada, y sobre todo: no había leído a Nervo y no había sentido ese dolor plasmado en unas letras, no había sudado frío al sentir las balas cruzando por enfrente, y lo peor: no había sentido el ardor y la entereza ante la muerte defendiendo un ideal. Ni ella misma lo entendía muy bien, simplemente lo sentía.
Llegó el día de la competencia interna. Coquis estaba ahí con sus piernas huesudas su suéter nuevo y su cara muy limpia. La maestra Blanca había preparado todos los detalles de su presentación. Pero la competencia iba a ser dura. Coquis tenía un rival en la declamación que estaba al parejo de ella y sé repartían los triunfos escolares y la admiración y envidias en la escuela. Había silencio y expectación en el salón auditorio. Los niños recordaban otros concursos realizados ahí. La Coquis en acción declamando “La chacha Micaila”. Para algunos un poema rudo, pero la forma como ella lo declamaba lo hacía a uno llorar e imaginarse esa terrible tragedia en la que debido a la embriaguez del padre, el hijo, un niño, terminaba también embriagándose para así poder ser un poco feliz como su jefe lo era y reír. Verdaderamente desgarrador. Las palabras de la Coquis, su influjo, su métrica, su forma de decir las cosas, su dramatización, sus lágrimas, su angustia, todo era transmitido por ese hilo eléctrico y nervioso de la voz, diríase: apasionado. Qué tragedia, y sus palabras navegando en el aire, llegando a las orejas de los chavos, luego a sus oídos, su cerebro, su vida, su percepción. Imágenes cercanas a sus vidas. El barrio estaba lleno de borrachos y en algunos lugares de la ciudad había hasta tres – cuatro cantinas en una esquina. La tentación sordina de la embriaguez latente en cada niño asomaba haciendo ojitos. Eso sumado a los cigarros que se fumaban a escondidas en la primaria o fuera de ella, bajaban al terreno de lo concreto la magia turbadora de las palabras de Georgina, su poder hipnótico.
En el ambiente había silencio, las palabras sólidamente calibradas salían de las bocas de los declamadores. Cada actuación condensaba un sinnúmero de esfuerzos que nadie imaginaba. Había desde los chavos que en sus casas se burlaban y les decían que esas eran cosas de afeminados, hasta los que eran impulsados por algún extraño presentimiento paterno que les hacia ver que aquello era bueno para su desarrollo. Georgina por su parte se volvía orgullosa y segura hacia su libro en la mano el cual le daba una sensación de seguridad muy grande, era como si el texto estuviera vivo, como si le latiera el corazón, como si de él emergiera una fuerza vibratoria capaz de influir su entorno. El mundo afuera parecía desordenado, en cambio, ese universo que apenas conocía gracias a la declamación, le parecía armónico, bien conjuntado, poderoso, bello, inspirador, con sus propias reglas.
Su turno había llegado, las palabras brotaron de sus labios como de un manantial, cristalinas, límpidas, haciendo retumbar el aire, dejando un sabor de nostalgia y tristeza, pesadumbre y coraje. “ Así cayeron los héroes niños ante las balas del invasor”. Ahora, la Coquis se levantaba ahí, enfrente de todos, con su magia de niña-mujer, y contagiando la pasión e intriga por las letras.
alfonso franco tiscareño