domingo, diciembre 09, 2007

Mi presente silencioso ante el cielo que se va iluminando.

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LOUIS ARMSTRONG.
Mi presente silencioso ante el cielo que se va iluminando.

Muchos, muchos años de mi vida creí que el apellido de Louis era Amstrong, de esas cosas que uno sostiene sin siquiera sospechar que se está equivocado. Asimismo también hasta los 9 años de edad suponía que me llamaba de otra manera. Háganme el favor. Y hoy, con casi medio siglo de edad, me caen varios veintes. El que cree que sabe y se siente muy seguro ni sabe ni puede permanecer tan secure.



En mi más reciente día del padre, uno de mis hijo me obsequió un disco pirata de Louis”Amstrong”. Haciendo unas pruebas para escucharlo en la caja de cd’s de mi carro, mi mujercita me hizo ver que no era “Amstrong”, sino Armstrong. Fui al buscador de Google para teclear y constatar si de verdad se apellidaba así y yo había estado equivocado toda mi vida. Y sí, así era, el apellido correcto era éste último. Vaya –pensé- cuántas cosas más no traeré de cabeza. Yo que me siento todo orden y además me gusta y disfruto mucho con la disciplina que intento llevar.



Casualmente, y dice el Dr. Chopra que no existen las casualidades sino el sincrodestino, acababa de ver en el Canal 40 un documental del genial trompetista.

Nativo de los Estados Unidos, el genio del jazz ya palpitaba en mi mente desde que fui aquel niño que no sabía bien a bien cómo se llamaba. Esa música sonaba en los lugares más insospechados, sitios que nada tenían que ver directamente con él porque mi entorno era muy diferente. Estoy hablando de 1963 ó 64. A veces, en mi radio, pasándole de estación en estación, de pronto caía en una extraña frecuencia que se estaba discutiendo con una pieza del maestro de la voz rasposa. No distinguía, ni sabía si era Hello Dolly, Dream a little dream of me o La vie en rose. Tan sólo llamaban mi atención y de rara manera penetraba en mí la voz cavernosa y de gañote apretado del negro de New Orleans.

Entonces resultaba que el maestro había estado más cerca de mi vida de lo que yo hubiera estado consciente. También por medio de las primeras caricaturas que vi en aquella televisión en blanco y negro, ahí estaba la música del gordo de oro negro. Esos curiosos dibujos animados en ese mundo totalmente absurdo en donde las persecuciones entre gatos y ratones llegaban al paroxismo y terminaban en la nada. Corrían para allá, para acá, y la música de la trompeta igual de loca y de virtuosa paseaba mis sentidos por mundos inenarrables. Lo denso de la música sólo se intenta describir aunque nunca se pueda totalmente.



Me doy cuenta cómo la vida se cose de modos tan insospechados. Son miles e insondables los caminos del Señor. Vaya que sí. Cómo se tejen sin saber dónde van a parar. Pero aún en ese aparente caos, subyace el sincrodestino, porque de todo aquello hoy queda con cierta claridad ante mis ojos que mis encuentros con Armstrong me han construido de cierta manera. También me doy cuenta que todo pudo haberme pasado totalmente desapercibido, pero no fue así y eso debe ser por alguna razón que aún ahora me rebasa. Todo ello mientras mis pies se bambolean y agitan al ritmo de la locura de Armstrong On the sunny side of the street, exactamente: es en lo simple y sencillo donde se encuentra lo verdadero. Su música ilumina este lado de mi calle interior dándome paz, un remanso de aguas tranquilas y luego agitadas, soliloquios de trompeta sacudiendo mi alma, dulzura que me alimenta en What a wonderful world. Exacto, es eso, sin nombre, sin fronteras, si me llamara piedra o rana, eso qué importa, soy y no soy, mi nombre es yo soy y se disuelve en la nada, en las notas musicales recorriendo mi sangre y mis entrañas. Ese sí soy. Un amigo perenne de Louis “Amstrong” o Armstrong o “Satchmo”, el del brazo y la palabra fuerte, el de pulmones de volcán, el trompetista del fuego en el corazón, el caballero, el self made man, el que después nadó en billetes verdes. Hoy, a varias décadas de distancia, Armstrong renace en mi corazón como un bamboleo suave al ritmo de su música. Me une a una remembranza, a este presente, antes niño, hoy padre de familia.

Al amanecer recorro el Periférico a 100 kms por hora, escucho esta música bella, ese piano, el contrabajo, las percusiones, los solos, el conjunto, mientras observo cómo va amaneciendo y entiendo que simplemente soy lo que soy, entonces descubro el momento más bello y eterno: mi presente silencioso ante el cielo que se va iluminando.

Terminé bailando, limpio mi cuerpo, Mack the knife, con ella entre mis brazos. No necesito más, sólo mi total atención para sentir esa música, su cadencia , sus rupturas, para que me revele todo lo que guarda en medio de sí, para mí y para todos, a Dios gracias.

domingo, diciembre 02, 2007

La planta loca

La planta loca.

La planta loca, silvestre, primero fue semilla volando al azar del viento. Botando, botando y rebotando entre la tierra, bruma y lodo, muchas noches oscuras, hasta que cayó en su lugar, y qué lugar, no podía ser cualquiera. Antes preferiría morir.
La planta loca, fuga al viento, desobediencia de la lógica, guardaba su periodo previo en capullos de acero, en sonajas mágicas en un chu cu chu de acuerdo al viento que la estremecía. Era tan frágil. Cualquiera hubiera apostado a que no sobreviviría. Pero ahí estaba, bailando con la música que nadie escucha, melodía celestial. Chu cu chu, chu cu chu, sombra desconocida, y en apariencia inerte, de Dios. Chu cu chu cu chu resbalando por sus tallos erectos. chu cu chu chu cu chu, bailarinas del silencio.

La planta loca se sabía ella desde antes de ser la hermosura que ahora se levantaba al sol de la tarde. Se sentìa hojas, flores, fanerógama, desde antes de que alguien la catalogara, existía desde siempre, antes que nadie la nombrara. Era una canija amante de la libertad, y sin embargo, necesitaba a todos. Arriesgaba su existencia en cada tormenta, en cada golpe del azar. Cuántos poetas había contemplado. Al poeta sol, a la gran poetisa agua, al poeta frijol, a la máxima poetisa: la Tierra y a los que no alcanzaba a nombrar. Ella misma tenía alma de poeta, y por eso algunos la llamaron la Planta Loca. Qué más daba, podían llamarla como fuera, incluso despectivamente, eso tan sólo despellejaba un poco su alma sedienta de cariño, pero no la rendía ni la secaba, al contrario. Creían humillarla, pero tenían razón, era una planta loca, loca, loca.

Desde niña, con sus primeros pétalos, nunca cerró sus flores ni en las peores tormentas. Tampoco abría sus manos al amanecer, sino que despertaba tres horas después y el sol de todas maneras la esperaba para acariciarla con amor. También la castigaba con la luz cenital que le quemaba su delicado cuerpo.

¡Qué importaba! Sabía que la estimaban la malva, el floripondio, el tepozán y las plantas agrestes de la montaña entre cuyos terrenos se atrevía la planta loca a aposentarse.
No tenía más historia que esa, entre los campos de la tierra mexicana, junto al nopal, el agave, las rosas y las azucenas. Y aunque nadie la cortaba ni se fijaba en ella, era mejor, así vivía más a gusto. Muchos humanos estaban sedientos de fama y de dinero, matarían si fuera preciso por lograrlo. Ella no, estaba contenta así, pasando desapercibida a las miradas intrusas, gozando de sus intimidades secretas. Entregada a sus amigas la hierbabuena, la hierba verde, el diente de león, el epazote y el amaranto.

Ella era así, había que aceptarla, sin historia, sin grandes aventuras. Y a la vez con vivencias profundas, sustanciales. El viento, el sol, las fuerzas oscuras y magnéticas de la tierra, el color de la luna, los eclipses de los que nadie se enteraba, la fuerza de los astros, el poder del oxígeno y del hidrógeno mezclados en la hermana agua, el calor del fuego que ya de por sí ardía en sus entrañas, la sabia blanca que corría por sus venas, su configuración geométrica cantando al cielo, sus pistilos, sus pétalos, sus órganos sexuales, su olor tirado, regado para todos. Eso era ella. Qué importaba que nadie se atreviera a hacerle un estudio que apreciara sus cualidades. Para los que la veían sin clavarse ella era simplemente la planta loca, la pinche planta loca. Qué importaba si a cambio, sus amigas las nubes, le hablaban desde el cielo bañándola con el líquido santo de sus gotas. Ay, nubes viajeras, buscando en todo el mundo siempre lo diferente. Amigas con maleta distante, con agua del Egipto, guardando tempestades, odio y quién sabe qué más. Esa agua depositaban en su cuerpo, cómo no estar loca si había probado todas las locuras.

También sentía de la tierra y la atmósfera su mortal sufrimiento: aerosoles, abonos químicos, cemento asfixiante, la iban eliminando poco a poco. Cielo y tierra sumaban su dolor para que la planta loca los expiara. Llanto del fuego apagado, el viento le contaba cómo lo envenenaban para que ella por sus alvéolos purificara el sacramento de nuestra fe. Planta loca, silvestre, sabía bien que los demonios no existían, había captado que sólo polvo de estrellas armaba nuestras vidas, sabía muchas de las tiradas del azar posible, cancelaba toda ilusión malvada, calmaba la furia de los mutantes que parecían normales, cimbraba a los lentos, liberaba a los poseídos, era amuleto, pócima y amor. Oración natural, salmo glorioso atestiguando la esencia de las religiones.

Los ojos humanos estaban lejos de esta simple planta, ellos siempre querían la flor más hermosa del jardín, sin darse cuenta de cuán bella era esta. Pero la planta loca seguía sonriendo. Magnánima se erguía sobre la putrefacción, arriba de las tumbas. Eso sí era verdad. Vida.
Planta loca, la noche y el día junto a su cuerpo, y ella siempre sobria esperando lo maravilloso, rolando sus semillas junto a los locos de este mundo. Para éstos ella era su bendición, su santo, su demiurgo, su descanso, su llamada de la selva.

Salve para la simple planta loca y silvestre. Que algún niño se preocupe por ella, y si no, de todas maneras vivirá.